miércoles, 5 de marzo de 2008

EXAMEN

1.- ¿Por qué la literatura es considerada un arte?

2- ¿Cuales son los géneros literarios?

3.- ¿Qué diferencias hay entre el cuento y la novela (además de la extensión)?

4.- ¿Cuales son los principales elementos que debe tener un cuento?

5.- ¿Cual es la forma "clásica" o "más común" de estructurar un cuento?

6.- ¿Con que finalidad un escritor dosifica la información en el desarrollo de su relato?

7.- ¿Qué es y cómo se construye la atmosfera de un relato?

8.- ¿Cual es la diferencia entre un personaje protagonista y un personaje antagonista?

9.- ¿Qué es lo que distingue a los cuentos de terror de los otros tipos de cuentos?

10.- ¿Cuales son los "lugares comunes" en los cuentos de terror?


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viernes, 19 de octubre de 2007

Espantos de Agosto

Gabriel García Márquez
Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar. – Menos mal – dijo ella – porque en esa casa espantan. Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos de1 medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente. Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo. – El más grande – sentenció – fue Ludovico. Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor. El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico. Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio. Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar. Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no. Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el más apacible de los inocentes. Qué tontería – me dije –, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

jueves, 18 de octubre de 2007

El gato negro

*Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
* Traducción de Julio Cortázar.

miércoles, 10 de octubre de 2007

UNA MALA NOCHE.


Encendí la luz y miré el despertador, eran las 3:17 y no podía dormir. No porque no tuviese sueño, si no porque como de costumbre, muchas ideas rondaban mi cabeza. No sé donde había leído que la mayoría de los crímenes y asesinatos se producen entre las tres y las cuatro de la madrugada, lo que me impedía conciliar el sueño.
Todo era quietud y silencio, ni siquiera se escuchaba el canto de los grillos (cosa que siempre me había ayudado a relajarme).



Llevaba algo más de un mes viviendo solo y hasta hoy no había tenido ningún problema para dormir, pero esta noche se me antojaba la casa tan grande, tan silenciosa, tan fría, en pocas palabras, estaba muerto de miedo.



De repente, me entraron unas enormes ganas de orinar, (¡Uf!, el servicio estaba tan lejos) Tendría que salir de mi dormitorio y atravesar un largo pasillo a oscuras pues el interruptor de la luz estaba al final del mismo.



¡Qué gran dilema! ¿Intentar aguantarme con el consiguiente riesgo de que mi vejiga reventase o pasar el mal trago de recorrer el pasillo a oscuras?, obviamente opté por la segunda opción (No me apetecía mojar la cama como cuando era un niño pequeño)


Me levanté de la cama, me puse las zapatillas, y abrí la puerta del dormitorio y me adentré en la oscuridad del pasillo.



En otras circunstancias, mi manera de desplazarme a oscuras por el pasillo me hubiese parecido cómica, pero en ese momento tenías ganas de todo menos de reir. Avanzaba (no sé por qué) sin despegar los pies del suelo, deslizando primero el derecho y luego el izquierdo, con una mano (la derecha) iba tanteando la pared y el otro brazo lo extendía delante de mí para poder detectar cualquier obstáculo (un pequeño mueble decorativo que tenía en el pasillo, algún mostruo de otra dimensión, a un asesino psicópata, etc.)


Me movía muy, muy despacio, sin hacer ruido (para no delatar mi posición al mostruo de otra dimensión o al psicópata asesino ya mencionado)


Por fin, (gracias a Dios) mi mano derecha encontró el interruptor de la luz, lo pulsé y se hizo la luz, con ella se disiparon mis miedos (¡Bendita electricidad!) y entré raudo al servicio, ¡Por fin! podría vaciar mi vejiga, la liberación era tal, que cerré los ojos para disfrutar más del momento, cuando de repente, noté como algo muy fino (¿Una cuerda de piano? ¿hilo de pescar?) apretaba mi cuello cortándolo, undiéndose en la carne e impidiéndome gritar, me llevé las manos al cuello intentando liberarme, pero mi asesino era demasiado fuerte, noté mi sangre caliente, saliendo a borbotones de mi cuello, empapando y tiñendo de rojo la chaquetilla de mi pijama. Mi vista se nubló, caí al suelo, ya no sentía dolor, tirado en el suelo, en un charco de sangre, con los pantalones bajados y las piernas llenas de orina, me entregué al abrazo de la muerte.
ERNEST VALDEMAR. MADRID, ENERO 2002

domingo, 30 de septiembre de 2007

TE ESTOY VIENDO
(Anika)

Un día me dijo que era vidente, y no es que no le creyera, pero me muestro generalmente bastante incrédula respecto a estos temas. Lo que no veo, no existe para mí. No digo que debiera haberle creído sólo porque le estimaba ya que en mi opinión la amistad y la confianza son muy importantes, pero simplemente hice un esfuerzo y le dí el beneficio de la duda. ¿Y si era yo la que estaba equivocada?.

No volvimos a hablar del tema hasta que un día volvió a aparecer en el chat donde estábamos hablando y me envió un privado. Era una de esas ventanitas que sólo podíamos ver ella y yo. Absolutamente privado.

ELLA> Hola, ¿seguimos el tema?

YO> ¡Vale! Pero no creo que puedas convencerme, ya sabes... me cuesta creer estas cosas.

ELLA> No pretendo convencerte de nada, pero nací con ciertos dones y tampoco tengo intención de ocultarlos al mundo.

YO> Eso debe estar bien.

En realidad no sabía qué decirle. ¿Estaba bien? En fin... poco podía decir yo al respecto.

ELLA> Está bien, pero no siempre. Cuando tengo una visión acabo agotada.

YO> ¿Te supone un esfuerzo?

ELLA> Sí, bastante esfuerzo.

YO> ¿Y por qué lo haces?

ELLA> No es algo que se elija, se nace con ello.

Hubo un silencio en el que ninguna de las dos parecía saber qué decir. Miré el canal donde nos habíamos conocido siete meses atrás. Estaban hablando de las próximas vacaciones de verano.

ELLA> ¿Sigues ahí?

YO> Sí, ¿no puedes verlo? .-Bromeé.

Entonces dijo algo que me asustó.

ELLA> Sí, puedo verte.

Tragué saliva y pensé, vaya, me está tomando el pelo y yo caigo como una tonta. Sentí un escalofrío pero decidí presionarla.

YO> ¿Ah, sí? Pues dime... ¿con quién estoy?

ELLA> Sola

Bueno, eso podía haberlo comentado antes en el chat y que ella lo hubiese leído. Decidí seguir con aquello como si se tratara de un juego.

YO> Dime algo que me sorprenda. Algo que veas en mi habitación.

ELLA> Veo que tienes algunas de las teclas de tu ordenador borradas. Tecleas rápido.

YO> Ya, pero eso puede pasarle a cualquiera. Las letras de los teclados se borran.

ELLA> Tú tienes borrada la A, la S, la L y la M.

Miré mi teclado más curiosa que horrorizada, pero de la curiosidad a la ansiedad hubo tan sólo un instante. Ya no me hacía tanta gracia el juego. Mi condición de incrédula, no obstante, me hizo ir más allá.

YO> Amiga... estoy segura de que casi todos tenemos las mismas letras borradas. Dime algo que sorprenda de verdad.

ELLA> ¿Por qué quieres seguir con esto si no me crees?
Buena pregunta, pensé.

YO> Igual para conocerte un poquito más, o para experimentar algo que no haya experimentado antes.

En ese momento supe que ella sonreía desde su lado del monitor. Internet es un sitio curioso. Estás en tu casa, en camiseta de tirantes y pantalón corto, descalza y con el ventilador puesto cuando al otro lado de la pantalla alguien te habla abrigado hasta el cuello, con un par de calcetines y la estufa puesta porque tú estás disfrutando del inminente verano y ellos aún están pasando el clima del invierno.

Mi amiga se había mostrado siempre amable, abierta, simpática y con un buen sentido del humor. Se podía decir que coincidíamos en todo menos en este tema. No nos gustaba el fútbol, adorábamos las comedias, nos encantaba Oscar Wilde, ambas habíamos visitado Orlando, a las dos se nos había muerto el padre... ¡eran tantas cosas las que nos acercaron y nos hicieron grandes amigas!.

ELLA> ¿Cómo llevas el libro? –Preguntó de pronto.

YO> ¿Qué libro?

ELLA> El que tienes encima de la mesa... déjame ver... La fuerza bruta, de John Steinbeck.
Miré a mi derecha con los ojos como platos. ¿Se lo había dicho? ¿Le había dicho que lo había empezado o que iba a leerlo? ¿Le había dicho que solía poner los libros en mi mesa porque me encantaba mirar una y mil veces las portadas de los libros que me estaba leyendo? Evidentemente, la respuesta debía ser sí.

YO> Acabo de empezarlo.

Lo escribí sin dejar notar nada sobre mi –todavía- sorpresa.

ELLA> Yo no lo he leído.

YO> Ya te diré qué me parece.

En el chat general el tema de conversación giraba en torno a las lanchas motoras. No me pareció más interesante que mi conversación en privado y me puse a pensar qué podía preguntarle para descubrirla o rendirme a sus pies definitivamente. Pero habló ella.

ELLA> Alguien va a llamar a la puerta.

YO> Ah, pues ve, te espero.

ELLA> No. Es en tu casa.

Sonreí incrédula. Iba a poner una risa (jajajaja) cuando sonó el timbre. Miré hacia la puerta de la habitación. Mis ojos volvieron a la frase premonitoria de mi amiga.

YO> Ahora vengo.

ELLA> Ok.

Llegué hasta la puerta y miré por la mirilla. Un vendedor de alfombras. - No me interesa. –Dije para no tener que abrir. El chico dijo algo que sonó despectivo y se marchó a otro piso. Volví al chat.

YO> ¿Cómo lo sabías? Era un vendedor de alfombras.

ELLA> Te he dicho que puedo verte.

Sopesé la posibilidad de que tuviera razón pero mi sensatez lo negaba una y otra vez. No había nacido yo para creérmelo todo, y menos aún aquello que escapaba a la lógica. Mi amiga no sólo estaba en su casa, sino que estaba en otro país y teníamos distinta franja horaria.

ELLA> ¿Sabes? Algo me dice que debo seguir mirándote. No te asustes pero...

YO> pero???????

ELLA> Es que no sabría explicártelo. Generalmente tengo visiones premonitorias, otras veces, como hoy, puedo provocar el verte. Aparecen imágenes frente a mí y te veo, veo tu habitación, pero esto supone un gran esfuerzo. Me duele la cabeza.

YO> Ya, pero... ¿y el “pero” que decías?

ELLA> Es que no quiero asustarte pero presiento algo raro.

YO> Ahora sí que me estás asustando.

¡Pero qué poca firmeza tenía, por Dios! ¡Ahora estaba asustándome de verdad! Yo, la incrédula, la que si no ve, no cree. Me sentía agitada. Quizás se debía a que eran pasadas las diez de la noche ya, estaba sola en casa y la última persona que había visto había sido un desconocido poco amable desde una mirilla. Al menos aún podía escuchar el volumen alto de un televisor. Era mi vecina, una viejecita que estaba algo sorda.

YO> No sé pero... quizás deberíamos cambiar de tema.

YO> No es que me hayas convencido pero...

ELLA> :) No te preocupes, te entiendo. ¿Tengo tu permiso para seguir observando?
YO> Claro, pero que conste que no tengo tan claro que puedes verme. Mi sesera me impide creerte. :)

Miré de nuevo el chat para ver si surgía algún tema en el que pudiera involucrarme pero estaba parado. Había unos siete miembros en el chat y ninguno de ellos hablaba. Todos estaban en privados. Miré la ventanita del privado de mi amiga.
Iba a escribir algo cuando ví que ella se me había adelantado.

ELLA> Cielo, ahora no te asustes pero, no estás sola.
Sentí un escalofrío en mis piernas y mis brazos. Tanto se erizó el vello que me dolió. ¿Cómo se podía calificar a una de “cielo” para luego decirle que no estabas sola en la habitación?.

YO> ¿Qué quieres decir? Me estás poniendo nerviosa.

ELLA> No puedo identificarle pero está detrás de ti

YO> Por favor para

ELLA> No se mueve casi, no te asustes, déjame observarle.

YO> Estoy asustada

Ahora sí que lo estaba. Miraba la ventana. Oscuridad total. No me atrevía a girarme hacia atrás. ¿Y si veía algo que no quería ver? ¿Y si allí estaba mi amiga? ¡u otra persona! Eso aún era peor... comencé a notar un nudo en la garganta. Hubiera querido ser más valiente o más cobarde y llorar, pero estaba estancada en mi propia lucha para creer o no creer.

ELLA> ¿Notas frío a tu alrededor?

Su pregunta me llegó casi cuando estaba a punto de apagar el ordenador y encender la luz del techo para meterme rápidamente en la cama y olvidarme del tema.

YO> Estamos a más de 30 grados.- Le informé.

ELLA> Ok. Es que no consigo entrar en él.

YO> ¿¿¿EL??? ¿entrar??

ELLA> Se muestra como una estatua por eso no me deja descubrirle. No sé si es bueno o tiene malas intenciones. Sólo sé que está ahí, estático.

YO> Yo no veo a nadie... esto no me gusta.

ELLA> Ya te dije que no te asustaras, cielo. Además, yo estoy contigo.

YO> Sí, a miles de kilómetros de distancia.
Entonces lo noté. Una especie de roce helado, como si hubieran puesto una mano sobre mi brazo. En la zona donde la sentí el pelo de mi brazo se erizó. Completamente en alto. El resto de mi cuerpo no notó nada.

YO> ¡Está pasando algo!

ELLA> ¿Qué??

YO> He sentido un frío helado en mi brazo.

ELLA> Tranquilízate.

YO> Se me ha erizado el pelo, tengo una extraña sensación.
Comenzaba a ser pánico.

ELLA> Cielo, tranquila, hazme caso.

YO> Esto es muy raro

YO> Estoy asustada

YO> Necesito tranquilizarme, estoy.... joder!

YO> joder joder joder joder joder

ELLA> ¿Quieres dejar de escribir?

YO> joder joder joder joder joder

ELLA> Te va a dar una taquicardia, tranquilízate.
Y entonces noté un soplo frío en un mi cuello, como si me hubieran tirado el aliento.

YO> ¿Qué significa el frío del que me hablabas?

ELLA> El frío lo transmiten los muertos cuando se acercan, generalmente algo enfadados o...

YO> ¿OOOOOO??????????

ELLA> violentos

YO> ¿VIOLENTOS?????

YO> Joder ayúdame, qué hagooooooooo?????

ELLA> Tranquilízate, yo no lo he visto moverse.

YO> ¡Haz algo!

ELLA> Cielo ¿quieres tranquilizarte?

YO> ¡Hay alguien conmigo joder! Tengo un muerto tirándome su aliento en mi espalda, estoy acojonada estoy asustada estoy llorando

ELLA> Cielo.... ¿te importaría escucharme? Deja de escribir y lee esto
Hice un esfuerzo. Para mí escribir suponía no mirar atrás y leer palabras, ya fueran suyas o mías, sentirme menos sola en mi habitación.

ELLA> No hay nadie, cariño.

YO> Lo dices para tranquilizarme.

ELLA> NO HAY NADIE

YO> Está aquí, lo siento, lo presiento lo notooooooo

ELLA> Ok. Escúchame. Era broma.

YO> ¿Broma????

ELLA> Quería demostrarte que no existen los incrédulos, cálmate por favor. Yo no veo nada, es cierto que a veces tengo visiones premonitorias, como cuando han llamado a la puerta, pero no puedo obligarme a ver a nadie.

YO> pero yo siento algo Esto último lo escribí con lágrimas en los ojos y más asustada que nunca.
Sus palabras no me tranquilizaban. Las lágrimas a veces me impedían leer bien pero me las quitaba restregándome en segundos los ojos o apretando los párpardos para que salieran disparadas y dejaran de molestarme.

ELLA> Voy a llamarte por teléfono.
Pocos segundos después sonaba el timbre del teléfono. ¿Había hecho ella misma una conferencia para convencerme de que no existían las videntes ahora que ya me lo había creído?. Fui a descolgar pero ocurrió algo que congeló mi mano en el aire.

ELLA> Cielo, no puedo llamarte sin desconectar esto. Sólo tengo una línea. ¿Puedo llamarte o prefieres que sigamos aquí?
Cuando ya tenía puesta la mano en el auricular ví su privado. ¿Cómo podía escribirme y llamarme a la vez? Miré el identificador de llamadas antes de descolgar. No había número, era anónimo. No era ella. Eso lo tenía claro después de haber visto el privado.
Respiré hondo y dudé entre contestar al privado o descolgar el teléfono. Me decidí por la llamada. - Dígame. - Tu amiga va a a morir mientras tú escuchas este mensaje.

Jamás había sentido tanto miedo y jamás en mi vida mi corazón había dado un vuelco tan grande ni mis piernas –aún sentada- me habían fallado con tal rapidez. Me hice de mantequilla. Comenzó a darme vueltas la habitación y luché por recuperar el aliento.
De pronto la línea se cortó y comenzó el molesto pitido de “comunicando”. Solté el auricular como si me quemara en las manos. Volví rápidamente al chat, al privado. Tecleé tan rápido que lo escribí todo mal.

YO> ?ESta`s ahí´? YO> respondeeee!!!! YO> responde por favvor!!!! YO> ¿no me lees¿¿¿ YO> DI ALGOOOOOOOO

Histérica, cogí mi agenda y marqué su número de teléfono. Yo sí tenía dos líneas y podía permitirme permanecer en internet mientras le llamaba. Conseguí comunicación con el extranjero y esperé... esperé nerviosa, mordiéndome el labio, más agitada que entera, más asustada que nunca... prácticamente bailaba en mi asiento.
Pero no contestaba.

Colgué furiosa pegándole tal golpe al auricular que pensé que me habría cargado el teléfono. Volví al privado y traté de que mi amiga respondiera. No lo hacía. Al final apareció un mensaje en mi privado. En su ventana.

ELLA> Ahora sí te veo. No tengas miedo. Sólo me quedaré un momento.
Sentí un escalofrío que me recorrió la espina dorsal. El chat me indicó que tras escribir esa última frase, mi amiga había salido del chat. Ya no estaba allí. No se había despedido de nadie, ni de mí, ni del resto de los miembros del chat. Había desconectado.

Miré fijamente la pantalla que sólo se movía ahora en el chat general. Ni siquiera sé de qué estaban hablando. Para mí todas las líneas no tenían significado, sólo podía mirar su último comentario del privado. “Ahora sí te veo. No tengas miedo. Sólo me quedaré un momento”.
Entonces lo entendí. Comencé a llorar desesperada.

Mis manos corrieron a mis ojos y lloré sofocada, entendiendo que mi amiga había muerto, que era yo la que había tenido el presentimiento y la premonición, y que ahora ella estaba a mi lado. Esta extraña comprensión me hizo girarme y mirar mi habitación vacía. No quería creer que no estuviera allí. No podía, no después de todo....
Una caricia, tan suave que apenas era como un suspiro, acarició mi cabeza. Transmitió tal cantidad de paz que lejos de asustarme me relajó. Mis lágrimas continuaron cayendo por las mejillas. Ya no las secaba. Miraba al vacío sabiendo que ella estaba frente a mí.
- ¿Qué te han hecho? . –Pregunté al aire. - Pssss. Respiré hondo al escuchar ese sonido. Era como cuando era pequeña, tenía miedo y mi madre ponía su dedo en la boca y soplaba para que olvidara el tema y pensara en cosas bonitas.
Ladeé triste la cabeza. La paz de su caricia no me abandonaba pero sabía que éste sería nuestro primer y último encuentro sin el ordenador de por medio. Me tembló el labio. - Te echaré de menos.

En ese momento en el ordenador hubo un movimiento general. Se minimizó el chat, se abrió solo un tratamiento de textos, y apareció una corta frase en una página en blanco: